Deseo dejar vigente, a pesar del tiempo transcurrido, el comentario de esta exposición que me gustó mucho, a pesar de que está en el polo opuesto de mis experiencias artísticas. La vi en Junio del 2007, así que ha pasado mucho tiempo. Al menos de esta manera quedará el nombre de este autor, que yo no conocía, para la gente que le interese su manera de hacer.

El artista se llama Wolfgang Laib (Alemania, 1952) y su exposición la pude ver en el museo Reina Sofía. Finalizó estudios de medicina, viajó frecuentemente a la India y se ha interesado desde muy joven por la religión y el misticismo; así lo asegura el catálogo que se ha editado para presentar estas cuatro obras, las más representativas del artista.
Ajeno al planteamiento misticista, asimilando su obra con los más puros criterios materialistas de los sentidos prácticos, uno se siente absorbido por el agradable olor que despide esa pirámide hecha con prismas de madera, forrados con cera de abejas, del color de la miel, unidos los bordes convexos como si fuesen cordones de soldadura o de silicona. Es la primera obra que uno se encuentra al entrar y se titula en español "No hay ni principio ni final". No es frecuente asimilar una obra con el sentido del olfato. No abundan en nuestros museos asépticos obras semejantes. Es una obra muy agradable, que casi es lo mismo que decir que es muy muy bonita.
La que sí se puede decir que es bonita es la titulada en español "Polen de avellano" Sobre el suelo el artista ha depositado polen de un intenso color amarillo. Los bordes están difuminados y uno parece estar viendo en el suelo "un Rothko". Más bien se podría decir que se está viendo una escultura que recuerda a las pinturas místicas del artista americano, pero con el vivo color que proporciona la naturaleza, y cuando digo "vivo" lo propongo en todos los sentidos: vivo de ser viviente, no sólo de luminosidad. Si alguien dijo exagerando: "la naturaleza imita el arte" para resaltar la cualidad contraria, en este caso es verdad que lo imita, y de este modo es una doble exageración. El arte debe impresionar, debe interrogar, comunicar, emocionar e incluso conmocionar. La exageración es una forma de impresión. No siempre se exagera mediante el tamaño, el más fácil de los recursos. En este caso la exageración es tan sutil, que resulta muy poética, muy agradable, muy fácil de asimilar.
La que más me impresionó en ese diapasón de emociones tenues fue la obra que vi en último lugar. Se titula en castellano Piedra de leche. Tengo como costumbre mirar primero una obra, sentir si me gusta, reflexionar sobre ella, qué significa, qué cuenta, qué material es, etc.. Después miro la indicación que registra la tarjetita adosada en la pared que hace de lazarillo. Miro el título, la fecha, los materiales, y el autor si lo desconozco.
La obra era una pieza de mármol blanco pulido, de un metro cuadrado aproximadamente de superficie y unos dos o tres centímetros de altura. No entendía la obra. Miré qué título tenía y qué material era. Leí que estaba compuesta por mármol y leche. Al momento entendí que había un error porque la leche no estaba por ningún lado. En un atrevimiento pueril aseveré a una de las chicas que cuidaban en la sala que la obra estaba incompleta porque faltaba la leche. Ella muy amable me explicó la esencia y el misterio de esa obra. El mármol, me dijo, está vaciado dos o tres milímetros dejando sólo los bordes de los extremos como paredes de contención. Sobre ese cubo plano se ha derramado la justa cantidad de leche que enrasa en los bordes. Si te fijas, los cantos tienen un color un poco más opaco, menos brillantes. Me agaché; era muy poca la diferencia entre la superficie y los cantos, pero entendí que decía la verdad. Me alegré de no haber leído antes el tríptico que explicaba la exposición. El hecho de descubrir poco a poco una obra es más gratificante a que te la expliquen a golpe de lectura, sin misterios, sin inquietud.
No sé el porqué pero estas tres obras me gustaron muchísimo. Fue una visita muy breve; estas obras se asimilan enseguida; su sencillez es tan enérgica como su belleza implícita.

No hay ni principio ni final.
piedra de leche
Polen de avellano